La muerte no es el final

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EDMUND KEAN en el papel de Hamlet.

Edmund Kean (1787-1833) fue el actor shakespeariano más famoso de la primera mitad del siglo XIX en Inglaterra. A pesar de su corta estatura se ganó interpretar los principales papeles del repertorio trágico: Ricardo III, Hamlet, Otelo, Macbeth, el rey Lear… De su interpretación llegó a decir el poeta Samuel Coleridge que era «como leer a Shakespeare a la luz de relámpagos en una tormenta.»

Que a pesar de todo su éxito Kean tenía una espinita clavada lo demuestran las últimas palabras que se le atribuyen en su lecho de muerte: «Morir es fácil. Lo difícil es hacer comedia.»1

Bien, Kean (supuestamente) lo dejó claro: en la vida real, morir es fácil. Muchísima gente lo hace cada día sin esfuerzo, casi sin darse cuenta, si por ejemplo cruzas sin mirar y te lleva por delante un autobús.

¿Y en la ficción? ¿Es igual de fácil morirse?

Tolkien escribió que en última instancia el tema de todas las historias es la muerte. La historia más antigua conocida cuenta cómo un héroe busca la cura para la muerte de su colega del alma. El tipo lo intenta a full, pero al final tiene que admitir que eso no es posible. A modo de consolación, todos sus esfuerzos en pos de su objetivo le ganan una fama póstuma, que también es una forma de inmortalidad, después de todo.

¿Nos imaginamos qué habría hecho Hollywood con la historia de Gilgamesh? En primer lugar habría convertido a Enkidu, el colega muerto, en chica, para que la historia tuviera un romance hetero. Habría incluido un personaje chino, porque el mercado chino es ahora de importancia vital para la taquilla. Y al final Gilgamesh habría encontrado una poción que habría devuelto la vida a su chica. Porque nada produce más bajón al público que la muerte del chico o la chica al final de la peli. O del poema épico.

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Lawrence Alma-Tadema (1836-1912): «Muerte del primogénito del faraón«. Alma-Tadema fue considerado una vez «el peor pintor del siglo XIX», y es verdad que en una historia del arte que prima la línea evolutiva de los Impresionistas hacia Gauguin, Van Gogh y más tarde todas las vanguardias, el preciosismo de estos pintores académicos parece un callejón sin salida. Sin embargo en composiciones como ésta uno adivina la puesta en escena del cine comercial del siguiente siglo…

Los seres humanos tenemos el peligroso hábito de morirnos al final de nuestras vidas (nunca antes).  Las historias, como es lógico, imitan el ciclo biológico de la vida. Se ha dicho que las historias con final feliz son historias sin terminar, porque los amantes felices que comen perdices también acaban muriendo, y si después de la muerte sigue la felicidad, nadie ha vuelto para aclarárnoslo.

Así pues, quizá el primer acto editorial en la historia de la literatura fue decidir si dejar fuera o no la muerte del protagonista. Esto, como todo lo relacionado con la construcción de historias, tiene ventajas e inconvenientes.

Killing me Softly

La muerte es la experiencia que nos define, como seres vivos y como humanos. Estamos vivos porque NO estamos muertos; y además, al menos que se sepa, somos los únicos animales que saben que van a morir, tarde o temprano. Hace años leí que Heidegger nos llamaba algo así como «seres en muerte». Por todo esto, incluir en el relato la muerte del protagonista puede desencadenar emociones intensas en los espectadores, sobre todo si las circunstancias que rodean el deceso son dramáticas, es decir, implican algún tipo de decisión voluntaria. Los héroes y (con menor frecuencia en la patriarcal literatura antigua) heroínas mueren en combate, se sacrifican por otr@s, se suicidan, o son aniquilad@s por el destino encarnado en un defecto de la  personalidad que los dioses aprovechan para jugar con él. O ella.

Todo este material es oro para los dramaturgos, que logran que no quede un ojo seco en el teatro, anfiteatro o, dos mil quinientos años más tarde, el patio de butacas o el salón de nuestra casa. La muerte del héroe, sobre todo cuando se nos antoja injusta o heroica, tiene el efecto de arrasar nuestras defensas y hacernos empatizar con los personajes de la narración. Hace que nos pongamos en el lugar de ell@s. Que por un instante nos metamos en su piel y suframos una muerte vicaria.

DeathOfAchilles_Rumpf_ChalkidischeVasen.jpgY ese roce ficticio con la parca dispara todo tipo de sustancias químicas en nuestro cerebro que nos inspiran terror y alivio a partes iguales, porque, fiu, no somos nosotros quienes han muerto en escena.

Ahora bien, hay una línea muy fina entre la catarsis que produce el final catastrófico con la muerte de la heroína… y la repugnancia que produce todo cuanto nos recuerda nuestra propia mortalidad. Cruza unos milímetros esa línea… y en lugar de una ovación estruendosa recibes un silencio hostil. Y el odio visceral de tu público. Igual que nos emocionamos con las peripecias imaginarias de los personajes de la historia porque nos identificamos con ellos, también podemos sentir su muerte como propia. El narrador, en cierta forma, nos ha asesinado. Y claro, quieras que no, eso jode.

Imaginemos el panorama que tenía ante sí un poeta homérico que actuaba en la corte de algún tirano o reyezuelo del archipiélago heleno, y que tras dos o tres noches de canto, percusión y recitado de las hazañas de tal o cual héroe arcaico, debía rematar la función, a sabiendas de que lo que eligiese le reportaría aplausos, monedas y una buena cena, o bien abucheos, gritos de indignación, quizá puñetazos. Quizá la muerte.

No es de extrañar que los poemas homéricos eludieran el problema en sus finales. El  héroe de la Ilíada, el colérico Aquiles tiene una de las muertes más molonas del repertorio, atravesado por una flecha en el único punto vulnerable de su anatomía, el talón de su pie. Sin embargo esta escena no aparece en el largo poema épico: la historia se interrumpe después de que Príamo haya ido a ver a Aquiles para suplicarle que le devuelva el cadáver de su hijo Héctor y así poder darle un entierro digno.

Presumiblemente había otros poemas épicos que cubrían el resto de la guerra de Troya hasta su amargo final, muerte de Aquiles incluida, pero ésos no han llegado hasta nosotros. ¿Lo veis? No matar a vuestro héroe os hace ganar puntos para la posteridad.

La Odisea tampoco termina con la muerte de Odiseo, aun cuando hay alguna versión del mito que afirma que fue asesinado por Penélope, igual que Agamenón lo fue por Clitemnestra. En la versión que ha llegado hasta nuestros días Odiseo tiene un reencuentro feliz con su esposa, y después se va a seguir peleando con los familiares de los pretendientes asesinados, que quieren venganza. Como creo haber comentado alguna otra vez aquí, el poema termina con una especie de freeze frame de Odiseo gritando y lanzándose contra sus enemigos, y Atenea interviene y congela la acción. Es un final de lo más moderno para el siglo VIII antes de la Era Común.

La cuestión del final ya fue seriamente estudiada en la Grecia clásica (qué raro), donde se llegó a una solución pragmática: si la historia acababa bien, era una comedia. Y si acababa mal, normalmente con el protagonista muerto, era una tragedia. Y los espectadores sabían de antemano lo que iban a ver cada noche. El prejuicio snob contra la comedia también tiene su origen en esta época: los tres dramaturgos trágicos adquirieron una reputación sagrada a lo largo de los siglos, mientras que el gran Aristófanes era tratado por la historia de la literatura poco menos que como el tío borrachuzo que siempre la monta en las cenas de Navidad.

(Aun así, los dramaturgos griegos eran astutos cual productores de Hollywood. Tomemos por ejemplo el Edipo Rey de Sófocles. Éste podría haber acabado la historia con la muerte del desdichado rey de Tebas. Pero eso nos habría privado de la segunda parte, Edipo II: Edipo en Colono, que sin duda recaudó buen dinerito cuando se estrenó en el Festival de Dioniso. En esta secuela Edipo muere por fin, pero hey, no hay motivo para no explotar un poco más la Propiedad Intelectual: la historia tuvo su continuación en Edipo III: el despertar de Antígona, que seguía los pasos de la hija del protagonista.)

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El Quijote de Avellaneda: 400 años antes del BitTorrent, la piratería ya campaba por sus respetos…

Tener compasión de tus personajes también te puede traer problemas, como descubrió Cervantes cuando tuvo noticia de que alguien estaba escribiendo una continuación pirata de su Don Quijote, y todo porque dejó a su ingenioso hidalgo vivo al final de su libro. Lo remedió en la segunda parte, haciendo que volviera a casa, se dejara de locuras y muriera una muerte natural en su cama, un final más bien soso, coherente con el propósito de desinflar las pretensiones heroicas de la literatura (y la política) de su época.

Como en tantas otras cosas, Cervantes fue un adelantado a su tiempo.

El problema final

Las historias de Sherlock Holmes hicieron rico a Arthur Conan Doyle, pero no le hicieron feliz. Doyle sentía que le quitaban tiempo para escribir cosas importantes, como su novela histórica ambientada en la Guerra de los Cien Años The White Company, que sigue siendo asombrosamente popular hoy en día (eeeh… No). Tan harto estaba Doyle de su detective que pidió a su editorial una cantidad de dinero descomunal por seguir escribiendo sus historias, con la esperanza de que le dejaran en paz de una vez. Ja, ja. Así aprenderán, debió de pensar.

La editorial aceptó pagar lo que pedía.

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La (supuesta) muerte de Sherlock Holmes. Grabado obra de Sidney Paget para la revista Strand Magazine, diciembre de 1893.

Enfrentado a la posibilidad de seguir escribiendo historias de Holmes y Watson hasta su lecho de muerte, Doyle siguió el camino de Cervantes y mató a su personaje al final de una historia. Para dejar claro que ‘se acabó significa se acabó’. Y entonces sucedió algo que el escritor, un apasionado de la parapsicología y el espiritismo, puede haber juzgado irónico: su personaje volvió de los muertos. Con un poquito de ayuda de miles y miles de lectores indignados, Holmes se impuso a la voluntad de su creador y le obligó a seguir escribiendo historias suyas. Y así hasta el día de hoy.

El personaje que reaparece después de ser dado por muerto por todos es tan viejo como la literatura. Es exactamente lo que le sucede a Odiseo al regresar a Ítaca. Con el desarrollo de la literatura popular esas triquiñuelas narrativas se repitieron una y otra vez hasta convertirse en clichés. Cualquier personaje dado por muerto cuyo cuerpo no es recuperado en un estado reconocible es susceptible de reaparecer en la siguiente entrega del folletín. Lo inusual del caso de Holmes es la pinza que ejercieron editores y público sobre un autor cansado de mantener con vida a su propio personaje.  Holmes es, a su manera, el primer caso de un fenómeno que dura hasta nuestros días: el de los personajes que trascienden la narrativa y se convierten en productos, y como tales sujetos a la oferta y la demanda.

En estos casos la figura del autor o autora retrocede hasta perderse en la lejanía, y cobra protagonismo la empresa que posee los derechos de lo que hoy se llama en inglés las «Propiedades Intelectuales», es decir personajes y elementos de historias protegidos por derechos exclusivos y susceptibles de ser explotados por tanto tiempo como el público desee consumirlos. Las editoriales, las productoras de cine, los estudios de cine y las cadenas de televisión blanden los códigos jurídicos del capitalismo para erigirse como «autores», y así controlar el legítimo derecho a sacar un beneficio inagotable de sus P.P.I.I.

E inagotable es la palabra, porque así como los creadores humanos de historias y personajes tarde o temprano siguen el camino de la carne y mueren, y así ponen el marcha el contador que hará expirar los derechos de que gozan sus descendientes, las corporaciones son entes jurídicos presuntamente inmortales, que podrían seguir explotando la avidez del público por nuevas historias de sus personajes favoritos por los siglos de los siglos. Amén.

¡Esto es un trabajo para Superman!

Hay en Youtube un popular videoensayo  2 explicando sesudamente cómo el intento de DC de promocionar sus productos por medio de una trama en la cual el personaje de Superman moría hizo descarrilar toda la ficción popular porque básicamente violó para siempre el contrato entre creadores y consumidores de historias, por el cual una muerte en la ficción era, igual que en la realidad, permanente. Y así en el futuro los lectores/espectadores nunca más se creerían la muerte de un personaje importante en una serie de comics o películas o novelas o lo que sea, porque siempre, siempre cabía la posibilidad de que la casa madre cambiase de opinión y anunciara que tal o cual personaje «no estaba muerto, no, no, estaba tomando cañas».

El ensayo mola, pero realmente lo que explica sobre Superman ya sucedió en su día con Sherlock Holmes. La diferencia es que lo que una vez fue excepcional, hoy en día es la norma. En el mundo de las Propiedades Intelectuales nadie, absolutamente nadie muere, si puede seguir produciendo dinerito para sus fabricantes.

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Portada del número donde se contaba la (más que supuesta) muerte de Superman, obra de Dan Jurgens.

Si admitimos que el interés de una historia reside en los obstáculos que los protagonistas deben superar para conseguir sus objetivos, es evidente que el obstáculo supremo, la expresión más alta del conflicto en nuestras vidas, es la muerte. Pero si el héroe o la heroína no pueden de ninguna de las maneras morir, porque deben seguir generando plusvalía para sus amos corporativos, nos encontramos con lo que podríamos llamar un «techo de conflicto»; un tope más allá del cual estas narraciones nunca podrán subir.

Irónicamente, la definición de género de thriller es aquella narración en la que el o la protagonista corren un peligro de muerte a la hora de perseguir sus objetivos. Pero por culpa de ese «tope artificial», algunos thrillers no pueden realmente «thrillar». Sabemos desde el minuto uno que James Bond no puede morir en una película de James Bond. Lo que significa que las películas de la saga de 007 no son realmente thrillers. Son… bueno, una cosa muy rara, que pretende excitarnos presentándonos sucesivas situaciones de peligro y violencia, a la vez que nos tranquiliza con la certeza de que nada malo va a pasarle al héroe.

Ahora bien, si nadie (que nos importe) muere en estas historias, ¿dónde está el drama? Ah, para eso nació el cliché de la mujer en la nevera.

Como los protagonistas no podían morir, porque eso suponía cancelar la serie o frustrar la posibilidad de lucrativas secuelas, los narradores optaron por la siguiente opción dramática: matar a la gente más cercana al protagonista. Padres, madres, hermanos, hermanas, novios, novias. Sobre todo novias. El tópico nació hace décadas, claro, y entonces (y ahora también, no seamos ingenu@s) la mayoría de las historias tenían protagonistas masculinos, así que para mantener unos mínimos de tensión dramática la ficción comercial se ha ido llenando de un sin fin de muertes de mujeres, en una cruel parodia del mundo real.

Es más probable que muera la novia del héroe que no el villano de la historia, porque éste puede hacer falta para futuras historias. Rachel, la novia de Bruce Wayne en el Batman de Nolan, es prescindible. El Joker, no. Da igual que lo veamos reventado contra el asfalto. Tod@s damos por hecho que llegado el momento, será resucitado sin aspavientos.

Cómo mueren los pobres

Si hiciéramos un recuento de los personajes que mueren regularmente en el cine y la televisión comerciales, es muy probable que descubriéramos una correlación con aquellos grupos marginados económicamente en la realidad. Mujeres, personas de color, pobres. Y es así como descubrimos que el capitalismo, con su tendencia a degradar todo cuanto tiene un valor no económico, ha ido bombeando misoginia, racismo y clasismo en la ficción mainstream que consumimos cada día. No es que los creadores se planteen transmitir ese mensaje al escribir sus historias. Muchos probablemente deseen lo contrario. Es la lógica comercial detrás de la producción de ficción la que acaba por introducir esos valores en las historias. Los monstruos, los terroristas, los aliens, o los zombies destruyen la ciudad, pero la gente que muere apenas cuenta en la historia, más que como acicates u obstáculos para los protagonistas. Son, como dijera en su día Stalin, una mera estadística.

Alguien puede argumentar, no sin razón, que este fenómeno existe principalmente en la ficción más comercial que consumimos, el cine de superhéroes, los blockbusters de acción, las series diseñadas para prorrogarse durante infinitas temporadas, etc… Todo lo cual es un porcentaje ínfimo de la ficción que se genera anualmente. Y quizá la menos interesante, para algunos; eso va por gustos. Ahora bien, hablamos también de la ficción más popular y visible, ésa que ha conquistado los gustos de la mayoría de la población del planeta, y gracias a la creciente aversión de las industrias culturales al riesgo, la que está copando toda la inversión audiovisual y asfixiando las narrativas alternativas.

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La muerte de Cleopatra, obra de Arthur Reginald Smith (1871-1934). Los victorianos siempre lograban relacionarlo todo con el sexo, hasta la muerte por picadura de áspid.

Se viene denunciando que Hollywood ya no produce las llamadas películas de presupuesto medio, aquéllas ni tan grandes para ser un blockbuster ni tan pequeñitas para ser flores de festival de cine. Y esas películas de «clase media» históricamente eran los dramas adultos donde primaban visiones más críticas de la sociedad y las relaciones humanas, más realistas y en las que la mortalidad como fuente de conflicto estaba bien presente.

Todas estas ficciones en las que el héroe no puede morir (ni, en el caso de Tom Cruise, envejecer) no pueden ser sanas. Si Tolkien tenía razón, la ficción se creó precisamente para ayudarnos a lidiar con la angustia de nuestra propia mortalidad. ¿Qué asimilamos de unas historias que falsean con desvergüenza la naturaleza de nuestras vidas?

A George R.R. Martin, un autor que ha hecho de la muerte violenta y definitiva de sus creaciones una marca de la casa, se le atribuye la frase de que «quien lee, vive mil vidas antes de morir, y en cambio quien no lee nada solo vive una». Consumir ficción que omite intencionadamente la muerte no es vivir; es vegetar.


NOTAS:

1 ¡Enhorabuena! Si te has apresurado a leer esta nota es porque gozas de un instinto crítico que no se traga cualquier cosa que lee por el interweb.
La cita de Kean es reproducida en todo tipo de manuales de escritura creativa, para meter el miedo en el cuerpo de quienes se inician en el mundo de la comedia. Lo cierto es que el pobre diablo lo más seguro es que no dijera tal cosa mientras se moría. Una página web dedicada a comprobar la veracidad de las citas que se comparten en internet propone al actor del siglo XX Edmund Gwenn (el protagonista de Calabuch de Berlanga) como posible origen de la cita, aunque ni esto es seguro.

2 ACTUALIZACIÓN: Mi amigo David me pasa un enlace para advertirme de que Landis ha recibido serias acusaciones de sexismo, misoginia y conducta sexual inapropriada dentro de la industria del cine estadounidense. No lo sabía o no lo recordaba, o habría buscado otra referencia para mi argumentación. Dejo el texto como está porque el argumento de Landis es válido, y como ejemplo de que hoy en día es muy fácil meter la pata y acabar promocionando a individuos de comportamiento (presuntamente) deplorable.

3 Todas las imágenes están tomadas de Wikipedia, y corresponden a obras de arte creadas antes de 1920, y por tanto no sujetas a derechos de autor… con la obvia excepción de la portada de Superman, cuyos derechos pertenecen al aparentemente inmortal conglomerado Time Warner, y que es presentada aquí al amparo del «uso razonable» o Fair Use al citar una obra protegida por copyright.

La imagen que abre esta entrada es la pintura titulada La muerte de Arturo, del poco conocido pintor británico John Mulcaster Carrick. Aunque mucho más joven que los artistas que formaron la Hermandad Prerrafaelista, la Wikipedia describe su estilo como seguidor de esa estética.

El grabado de Edmund Kean apareció en una biografía del actor publicada en 1835, esto es, dos años después de su muerte. El autor no aparece identificado en la Wiki. Además de su cita apócrifa, Kean está conectado con el tema del que hablamos porque fue el responsable de la restitución en las tablas inglesas del final trágico del Rey Lear de Shakespeare. Al parecer, durante más de 100 años la versión preferida por público y compañías era una adaptación de la obra a cargo del poeta angloirlandés Nahum Tate, que reescribió el texto shakespeariano para darle un final feliz. En esta versión, Cordelia se casaba con Edgar y Lear se iba a vivir tranquilamente con Gloster y Kent.

La imagen de guerreros griegos batallando es la copia del dibujo que adornaba una vasija griega hoy desaparecida, y representa el momento de la muerte de Aquiles.

4 comentarios sobre “La muerte no es el final

  1. Muy buena entrada.
    No he leído la saga de George R.R. Martin, pero un amigo común me dijo una vez que hacer que los muertos volvieran a la vida (como ocurría en esos tebeos que leíamos) iba en su contra, porque la muerte era algo muy serio…y si hacías que los muertos volviesen (aún en el género de fantasía)…
    Luego están también los personajes que son «muertos en vida» y nadie puede continuarlos por más que quisieran, como Tintín de Hergé.

    PD: A mí Alma-Tadema me gusta. Lo de que era el peor pintor del s. XIX me parece muy exagerado. En fin… Lo de las corrientes artísticas, qué se lleva y qué está pasado o ya no pega da para otra entrada…

    Un saludo.

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    1. Mientras escribía esta entrada pensé en el Charlie Brown de Schulz. Evidentemente, en el universo de Peanuts no existe la muerte… ni falta que hace, pero en cierto modo Schulz le dio un alma humana al dejar atado que la serie muriese con él. Ahora bien, tarde o temprano los derechos de autor de la familia Schulz expirarán, o algún descendiente necesitado de pasta encontrará un subterfugio legal para conceder una licencia para que vuelvan a publicarse tiras de Carlitos y Snoopy. O directamente se puenteará el cómic y se crearán series audiovisuales con material nuevo del personaje, siguiendo la estela de la película que se estrenó hace tres años. Hay una carrera feroz por recuperar Propiedades Intelectuales reconocibles por un público de masas y ponerlas a generar beneficios económicos, casi comparable con la fiebre del fracking por explotar las últimas reservas de gas y petróleo hasta ahora inaccesibles para las compañías petroleras. La sensación que me transmiten es la de un fin de fiesta en el que se debe exprimir todo antes de echar el telón.
      Uno se pregunta: ¿no hay nada sagrado? Pues no. No lo hay. Cuidado, Tintin.

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