
Hace unos días leí un artículo que contaba cómo Ryuichi Sakamoto escribió un mail al chef de su restaurante favorito para expresarle su amor por su cocina y su respeto por su arte, pero también su odio a la música que se veía forzado a escuchar de fondo durante la degustación. La dieta sonora consistía en palabras del propio Sakamoto en standards de jazz puestos al tun-tún, melodías de piano aburridas y canciones pop brasileñas horribles, según el gusto del japonés.