Somos el 90 por ciento

Poco dado a expresar sus emociones, las pocas veces que mi padre mostró su entusiasmo fue por algo que había visto en el cine, o que había leído. Recuerdo la ilusión con la que nos habló de la recién publicada en España La conjura de los necios. O aquella comida familiar en que nos contó de arriba abajo La vida de Brian, que había ido a ver él solo.

Sturgeon 1 En los bosques angel mirou

No se puede decir que mi padre fuera de los que “leen de todo”. Tenía tantas filias como fobias cuando se trataba de lectura. Leía ensayos sobre política e historia, casi nada sobre ciencia, nada sobre religión. Leía sobre todo ficción, mayoritariamente europea y estadounidense. Le gustaban Juan Marsé, Umbral y Vázquez Montalbán, pero sin aspavientos. Leía literatura española casi como por obligación. Benet, Marías, Landero, Muñoz Molina. Su biblioteca era machista como lo ha sido siempre la industria editorial. Mucha testosterona. Tenía pocas autoras, pero tenía.

Aseguraba haber leído a los autores del boom latinoamericano, pero no estaba al día con las últimas novelas de García Márquez o Vargas Llosa. Tenía un libro de cuentos de Cortázar y nada de Borges, aunque sí la Incitación al Nixonicidio de Neruda. Tenía un libro de conversaciones con Octavio Paz, pero casi nada más de autores mexicanos.

No leía clásicos. Nada anterior a 1930, diría yo. Él nació en el 28. Tenía dos colecciones de literatura clásica de las que se adquirían en quioscos en los años 90, una de literatura universal y otra de literatura en castellano, pero apenas la leyó. Esos libros eran más del gusto de mi madre, que sí es una amante de los clásicos.

Sí le gustaban los autores del 27. Lorca, Alberti. Tenía la primera edición de Mi último suspiro, las maravillosas memorias de Buñuel que, al contrario que posteriores ediciones de bolsillo, incluía un cuadernillo de fotos, entre ellas la famosa “foto de los muchachos”, donde George Cukor logró reunir a los dinosaurios de Hollywood para arropar al cineasta baturro en su regreso triunfal a Los Angeles (1) .

A mi padre no le interesaba la novela policíaca, la de aventuras, romántica o histórica. Tenía Memorias de Adriano, quizá porque Felipe González la puso de moda uno de aquellos primeros veranos en el poder.

Era un poco erotómano, y tenía clásicos como Historia de O, las novelas de Henry Miller y los diarios de Anaïs Nin. Empezó a hacer aquella colección de clásicos de la Sonrisa Vertical anunciada por Berlanga y Ana Obregón, pero se aburrió al quinto o sexto libro. Gracias a mi padre leí de adolescente al Marqués de Sade, y las novelas guarras de Bukowski.

A mi padre no le interesaba nada, pero nada, la literatura fantástica. Ni clásica, ni moderna ni de ningún tipo. En su biblioteca había dos y solo dos libros de ciencia ficción.  

Uno era Fahrenheit 451, de Ray Bradbury, el autor de ciencia ficción y fantasía que suele gustar a quienes no les interesa la ciencia ficción y la fantasía.

Como es bien sabido, Fahrenheit 451 presenta una distopía en la que los libros están prohibidos y un cuerpo de bomberos se encarga de quemar aquellos que son descubiertos en las casas de los infractores. Al final de la historia, el héroe, un bombero que ama los libros que debe quemar, se reúne con los inadaptados de esta sociedad perfecta que han memorizado al menos un libro clásico para evitar que su recuerdo se pierda. Es una bella fábula contra el corrosivo efecto del autoritarismo en la cultura, y como tal tuvo que resonar con fuerza entre los lectores de la España de los 70 que iba mudando del franquismo a… bueno, llamémoslo con el viejo eufemismo: la Transición.

Por otro lado, Fahrenheit 451 fue adaptada al cine por François Truffaut, en una de sus contadas escapadas del cine francófono. La película estaba protagonizada por Oskar Werner y Julie Christie, que interpretaba varios personajes a lo Peter Sellers. Tal vez por eso le interesó el libro a mi padre.

El otro libro de SF en la biblioteca de mi padre es… un poco más rebuscado: Venus más X, de Theodore Sturgeon.

Umh, ¿Y esto, papá? WTF?

«Nadie me respeta»

Theodore Sturgeon (1918-1985)

Theodore Sturgeon fue un respetado autor de ciencia ficción clásica, que comenzó a publicar en la era dorada de los pulps, y recibió en vida premios y reconocimientos de parte de los críticos y aficionados al subgénero. Sin embargo, nunca ha logrado dar el salto a la popularidad entre los lectores no especializados, quizá porque nunca escribió una de esas obras icónicas que trascienden géneros y subgéneros y se cuelan en las vidas de tod@s.

No hay ninguna obra suya en la lista de 100 novelas de ciencia ficción y fantasía recopilada por la emisora pública NPR en Estados Unidos en 2011, ni entre los 29 grandes títulos de ciencia ficción propuestos por la revista Wired en 2021, ni entre los 10 famosos autores de ciencia ficción que propone el blog Famous Authors (en esa lista tampoco hay ninguna mujer…), ni entre los 20 primeros de la lista de autores recopilada por el sitio web Ranker (Sturgeon aparece el 29, con 546 votos a favor y 248 en contra; el número 1 de esta lista es Isaac Asimov, con 3495 votos a favor y 1009 votos en contra. (la diferencia de votos marca tu posición en la lista. Hay autores más populares que Sturgeon con más votos a favor, pero los votos en contra los relegan a posiciones inferiores. Es el caso de Neil Gaiman o Michael Crichton.)

Ni siquiera recibe una mención por parte de sus colegas en un artículo del Guardian de 2011 en el que autores populares vivos (entonces) seleccionaban los mejores títulos o autores de la ciencia ficción. Virginia Woolf era celebrada por su Orlando, junto con Lovecraft y el aún más oscuro Edward Everett Hale, pero NO Sturgeon.

Se diría que Kurt Vonnegut no andaba desencaminado al basar a Kilgore Trout, el estrafalario y oscuro escritor de ciencia ficción que aparece de manera recurrente en sus novelas, en su colega Sturgeon. O quizá por alguna razón digamos cósmica ese homenaje permanente en la obra de Vonnegut acabó por gafar la reputación del otro autor. (2)

Sin embargo, Theodore Sturgeon se ha asegurado una cierta inmortalidad gracias a un comentario que hizo durante una charla en la New York University hacia 1951, que sirvió de base a lo que hoy en día se conoce como la Ley de Sturgeon. La cito aquí en su integridad:

“El 90 por ciento de todo es mierda.”

¡A la mierda!

Bien, así, fuera de contexto, podría parecer un verso de Eskorbuto o cualquier otra banda punk de los 80, pero el pensamiento de Sturgeon es más refinado que todo eso. Veamos, cuando expresó esa opinión, Sturgeon estaba discutiendo la opinión de la crítica literaria sobre la literatura de ciencia ficción. Según los árbitros del gusto literario estadounidense de los años cuarenta o cincuenta, la calidad de la escritura de los autores de ciencia ficción era tan pobre que apenas merecía su atención. Comparados con Faulkner, Hemingway o Joyce, sentenciaban aquellos críticos, los autores que acostumbraban a publicar en las revistas Pulp eran unos palurdos, y lo que escribían una mierda, salvo contadas excepciones.

Y aquí es donde intervino Sturgeon: sí, el 90 por ciento de las novelas de ciencia ficción son una mierda. Pero atención, es que el 90 por ciento de cualquier actividad humana puede considerarse igualmente mierda.

El 90 por ciento de las novelas de cualquier género. El 90 por ciento de las películas. El 90 por ciento de los cómics. El 90 por ciento de la pintura, la escultura, el 90 por ciento de las obras de teatro. El 90 por ciento de la música de cualquier país. El 90 por ciento de los coches, los edificios, la ropa, el calzado, los aparatos electrónicos, la comida. ¿No encuentras nada que ver en Netflix? El 90 por ciento de esa plataforma es mierda. El 90 por ciento de Filmin, de HBO, de Amazon Plus, de Disney +. Todo mierda.

Según Sturgeon, el 90 por ciento de los libros en mi biblioteca son mierda.

La Ley de Sturgeon fue desde su origen una defensa contra el desprecio de la cultura “oficial” hacia todos los productos que escapaban de sus estrechas definiciones:  La literatura de géneros, la música popular, los nuevos medios como el cine, el comic o la televisión, la contracultura en general… Todo aquello que a lo largo del siglo XX fue mirado por encima del hombro por los popes de la cultura, podía ser reivindicado gracias a un relativismo refrescante que bajaba los humos a los pedantes y los snobs.

Por supuesto, la de Sturgeon no es una ley científica, como las leyes de la Termodinámica o la ley de Gay-Lussac. Tiene serias limitaciones como argumento, ya que es sencillo desmontarla lógicamente. Por poner un ejemplo: Si el 90 por ciento de la música pop es mierda, hay un diez por ciento de pop que no lo es. Digamos que la discografía de los Beatles, por un consenso abrumador, cae dentro de ese diez por ciento. Ahora bien, si el 90 por ciento de todo es mierda, entonces el 90 por ciento de la discografía de los Beatles es mierda. Y es cierto que hay un número de canciones en cada disco que no está a la altura de sus grandes éxitos, pero de ahí a concluir que son “mierda” es ir demasiado lejos.

El 75 por ciento en esta imagen son Beatles.

Vale, no hay que exagerar la importancia de la Ley de Sturgeon, pero como metáfora me sigue pareciendo útil, porque en su enunciado original sugería un significado extra, que va más allá de una mofa al esnobismo de la alta cultura. En la frase original, Sturgeon no utilizó la palabra ‘shit’ o ‘crap’ para describir el 90 por ciento de todo. No, lo que dijo fue: ’90 per cent of everything is crud’.

‘Crud’ es una palabra poco corriente, que en efecto se podría traducir como algo repugnante, despreciable y sin valor alguno. Vamos, como la mierda en castellano. Pero crud también se traduce como el residuo de una operación industrial, lo que queda después de un proceso en el que se ha producido algo de valor. Y aquí es donde la ley de Sturgeon pasa de ser una humorada irreverente a una descripción bastante precisa -yo diría incluso optimista- del proceso creativo.

Cualquiera que haya intentado pintar un cuadro, escribir un libro, componer una canción, etc.,  sabe que la ley de Sturgeon es muy real en nuestros esfuerzos. Por cada trabajo satisfactorio que logras tienes un puñado de intentos, borradores, ensayos, pruebas, engendros que no van a ningún lado. Es embarazosa la cantidad de mierda que puedes llegar a producir para llegar a ese 10 por ciento de valor. Incluso hablando de trabajos acabados por artistas consagrados. En una carrera de treinta o cuarenta años puedes lograr grandes hitos dentro de tu campo, pero si eres sincer@ contigo mism@, ¿cuántos dan realmente la talla respecto a lo que pretendías?

Tampoco se libran aquell@s artistas que alcanzan su pico muy jóvenes y dejan al mundo una obra casi perfecta. Jean Vigo rueda tres películas que son clásicos del cine universal y se despide de la vida, tuberculosis mediante. Harper Lee escribe Matar a un ruiseñor y deja caer el micro hasta su muerte con 89 años. Salinger. Rimbaud. Jimi Hendrix. Carmen Laforet. Vashti Bunyan. Emily Brontë. Criar malvas podría entrar en la categoría de crud. O guardar silencio porque en el fondo no tienes nada más que decir. En la vida o en la muerte, tod@s acabamos pagando nuestra cuota de crud.

Lo tenemos crudo

¿Cuántos momentos de éxtasis experimentamos en una vida de entre 70 y 80 años, comparado con los momentos cotidianos que no dejan ninguna huella en nuestra consciencia, tiempos muertos absolutos salvo por el hecho de que seguimos respirando y nuestros cerebros registran algún nivel de actividad? Tendremos suerte si la suma de todos esos instantes de sabor especial en nuestras vidas alcanza a unos 5 o 6 años completos.

Pero si algo nos enseñó el arte del siglo XX es que la obra es el proceso. Todos esos minutos dedicados a comer, beber, cagar, eructar, a esperar el bus los días de lluvia, a meterse el dedo en la nariz, a tender la ropa mojada, a esperar que el pan se tueste en la tostadora, a ver la publicidad antes de las películas, a esperar que se encienda el ordenador, a teclear la complicada contraseña del wifi de nuestra amiga, a mirar por la ventana confinad@s durante la pandemia pasada y la futura, a soñar despiertos, a ver cómo nos crecen los pelos de la nariz y de las orejas sin entender cómo se conjuga eso con la eterna adolescencia que nos inspiran las redes sociales y este orden mundial que nos invita a no ser nunca adultos pensantes… Todo, todo eso es necesario para componer esa canción, para dibujar esa página, para rodar esa película que estruje el corazón de quienes la vean algún día, porque es la fuente de toda la empatía que volcamos en la cultura como creadoras y espectadores, lo único que sin la menor duda tenemos tod@s en común.

Y atención, poniéndonos tremendistas, la mayoría de nosotros que intentamos crear productos culturales pasaremos la vida bombeando crud, un año tras otro, sin ascender jamás de categoría. Pero si admitimos el viejo dicho de que nadie trabaja en el vacío, de que toda la producción cultural es un diálogo a múltiples voces entre pasado, presente y futuro, podemos concluir que sí, que nuestro crud es imprescindible para que al final del día otr@s nos deslumbren con su 10 por ciento de absoluta maravilla. No nos hagamos de menos.

NOTAS

(1): Como cuenta el propio Buñuel, John Ford también asistió, pero estaba demasiado delicado y tuvo que llevárselo su chófer negro antes de que llegara la cámara para inmortalizar el encuentro. ¿Por qué menciono el color de la piel de su chófer? Uff… Esto da para mucho. Hablamos de ello en otra entrada, ¿vale?

(2): Aparentemente, a Vonnegut le hizo gracia un escritor de ciencia ficción con apellido de pez. Sturgeon en inglés es esturión, y trout es trucha. Oficialmente, ésa es la única conexión. Vonnegut es justo la clase de autor que debería haberle gustado a mi padre… pero que yo sepa nunca lo leyó. Debió de oir algo sobre platillos volantes de Tralfamadore y prefirió mantenerse lejos de sus novelas.

(3): Las fotos de la estantería de libros son mías. Los derechos de las ilustraciones de portada de los libros y cómics que aparecen allí pertenecen a sus respectivos autores y/o editoriales y están utilizados con fines meramente ilustrativos.

Las fotos de Sturgeon y del 75 por ciento de los Beatles están sacadas de Wikipedia. La de Sturgeon no cita a su autor, pero viene un enlace a la página oficial del autor, y el símbolo de fair use, es decir, no es una imagen libre de derechos, pero es utilizada con fines ilustrativos y sin ánimo de lucro. A mí me vale. Si al dueño/a de los derechos no le convence y así lo desea, la retiraré.

La foto de los Beatles y Jimmy Nicol, sustituto temporal de Ringo Starr, es obra de Eric Koch, un fotógrafo que tiene la desdicha de compartir nombre con un gerifalte nazi. La imagen está fechada el 5 de junio de 1964, y forma parte de la colección del Nationaal Archief holandés en La Haya, que permite el uso de sus imágenes con una licencia creative commons attribution.

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