A la persona que escribe lo que pasa y lo que se dice en una película se le llama guionista.
A la persona que escribe lo que pasa y lo que se dice en una obra de teatro se le llama autor.
Salvando las diferencias técnicas entre los documentos que producen un@ y otr@, el trabajo es bien similar, pero el título que reciben… la verdad es que no suena lo mismo. A uno le hablan de un autor de teatro y se imagina esto:

En cambio a uno le hablan de uno de aquellos guionistas del Hollywood clásico, que debían teclear sin descanso -algo, lo que fuera- en sus máquinas de escribir para que Jack Warner no les abroncase por vagos… y la imagen mental que evoca se parece más a esto:

Naah, es broma. Ése no es un guionista, es el gran actor de carácter Donald Meek. Pero creo que os hacéis una idea. Autor sugiere una figura de autoridad. Guionista no.
El tópico del guionista pringado es tan conocido que acaba pareciendo algo que cae por su propio peso. Los guionistas no tienen poder porque no son productores ni directores ni estrellas de cine. El público ve las películas y se imagina que los actores improvisan el diálogo. Nadie sabe qué cara tienen y trabajan solos en cuartos cerrados. Claro que nadie les hace caso. Y esto empezó en la industria del cine estadounidense.
Pero entonces uno recuerda a los autores de teatro, y el aura mística que les rodea, y se pregunta, ¿por qué no se trasladó el modelo de autoridad del escritor a las películas?
Esto lo podría hacer cualquiera
Pues por qué va ser, por el cochino dinero.

En los orígenes del cine lo que se veía en las películas era tan básico que no hacía falta un literato para idearlo. Luego, cuando el cine narrativo se fue imponiendo, los cineastas sí vieron la necesidad de una figura que inventara situaciones y gags para que los actores tuvieran algo que hacer y se contara una historia inteligible.
Pero claro, el cine americano iba dirigido a gente pobre, que no sabía leer o que apenas entendía el idioma de su nueva patria. Gente que jamás habría podido pagar el precio de la entrada a un espectáculo de ópera, o de teatro «serio», o ni siquiera de music hall populachero. Culturalmente hablando, el prestigio del cine estaba al nivel del espectáculo de la cabra y el casiotone.
En estas condiciones no había manera de atraer al talento literario. Ningún escritor con un mínimo de prestigio iba a aceptar trabajar para las películas. Así que los pioneros de la producción de cine hicieron lo mismo que han hecho los empresarios de todas partes enfrentados a ese problema.
Contrataron a mujeres.
‘Murder, she wrote’. ‘Romance, she wrote’. ‘Comedy, she wrote’. Etc…

En efecto, uno de los secretos mejor guardados del Hollywood clásico (¿Cómo se guarda un secreto? ¡Pues no contándolo, claro!) es que muchos de los guionistas más destacados de la era muda eran mujeres. Figuras como June Mathis, Frances Marion, Vera McCord, Sarah Y. Mason, Clara Beranger y muchísimas otras contribuyeron con cientos de guiones a la industria del cine estadounidense.
Y su influencia iba más allá de la escritura de guiones. También participaban en labores de producción, se codeaban con las estrellas de la época, en ocasiones moldeaban las carreras de algunas de éstas, ganaban premios de la Academia y en general eran lo que hoy se llamaría creadoras de tendencias. Tuvieron una era dorada durante todo el cine mudo y los primeros años del sonoro, y luego…. puf. Desaparecieron durante más de 70 años de las historias del cine al uso.
¿Por qué este súbito eclipse? La razón que se suele dar es la consolidación del sistema de grandes estudios y los esfuerzos de los nuevos jefes, todos hombres y muy conservadores en lo social y lo político, por restaurar la primacía masculina en la gestión del negocio. Sin duda esto fue decisivo, pero es muy posible que otro fenómeno propio de esos años de transición entre las películas mudas y habladas diera la puntilla a las guionistas.
Este fenómeno fue la llegada de los autores. Con A mayúscula.
«Aquí se puede ganar millones, y la única competencia son idiotas»
-Telegrama de Herman Mankiewicz a Ben Hecht. 1925
Las dificultades técnicas que implicaba el nuevo sonido provocaron una regresión de las características estéticas del cine. Como en los lejanos inicios, el cine volvió a asemejarse a teatro filmado en buena medida. Y dado que las películas eran ahora básicamente gente hablando, los magnates de los estudios pensaron que quién mejor para escribir todos esos diálogos que los dialoguistas más reputados, es decir, los dramaturgos.
Mientras el cine evolucionaba y crecía como gran industria cultural, los autores de teatro habían seguido en sus torres de marfil de Broadway y similares, gozando del respeto de público y crítica y ganando mucho dinero cuando lograban un bombazo. Pero las cosas estaban cambiando rápidamente. Si bien el cine ya no era visto como algo tan despreciable como antaño, seguía sin alcanzar el aura de gran arte que poseían los escenarios. Lo que sí tenía la industria de Hollywood, y a espuertas, era dinero.
‘¿Alguien ha dicho dinero?’ George Kaufman, Ben Hecht, Clifford Odets y Herman Mankiewicz. Todos partieron en busca del Dorado en Hollywood
Atraídos por el dinero fácil, dramaturgos que no habrían dado la hora del día a un guionista de cine llegaron en masa a California y se instalaron en sus bungalows a teclear versiones más o menos intercambiables de las películas que iban produciendo los estudios de Hollywood. Algunas se convertirían en grandes clásicos adorados por cinéfil@s de todo el mundo. Otras sirven de relleno en los cimientos de edificios baratos en Los Angeles.
George Kaufman. Ben Hecht. Charles MacArthur. Clifford Odets. Herman Mankiewicz. Robert Riskin. ¿Eran todos ellos mejores que las escritoras que desplazaron? ¿Lo eran en una escala tan enorme como para hacerlas desaparecer de artículos y libros sobre el Hollywood clásico? Es una pregunta imposible de responder, pero uno sospecha. Uno sospecha que no, claro. Que los chicos llegaron al patio de juegos y colgaron un cartel que decía «Prohibido chicas».
No obstante, en un giro dramático digno de uno de sus guiones, todos estos dramaturgos descubrieron que debían pagar un precio muy alto por ese dinero fácil que entraba en sus bolsillos: tuvieron que renunciar a la sacrosanta etiqueta de Autores.
Las guionistas del cine mudo tal vez podían haber hecho valer sus galones por sus largos años de experiencia en la industria (al final no les sirvió de nada; las expulsaron igualmente), pero los jóvenes gallos recién llegados tuvieron que amoldarse a lo que había. Y lo que había era un sistema de producción estandarizado a la manera de las cadenas de montaje en el que el guionista era un mero engranaje, fácilmente reemplazable, y que desde luego ni pinchaba ni cortaba en las decisiones empresariales. La relación laboral que le unía a los estudios era la de empleado, y como tal, todo lo que producía pertenecía a la empresa a perpetuidad, sin posibilidad de reclamar nada.

Un autor a disgusto con su productor puede coger su libreto e ir a montarlo con otra compañía. Quizá tenga alguna limitación temporal debido a contratos firmados, pero tarde o temprano, el texto teatral es suyo y de nadie más.
En el Hollywood clásico, el guionista a sueldo de un gran estudio no era dueño ni de la máquina de escribir en la que trabajaba.
Toma el dinero y escribe
Hoy en día la situación de los derechos de los guionistas no es tan terrible (normalmente son dueños de sus ordenadores), pero tampoco ha cambiado tanto. Ciertos derechos de autor son reconocidos incluso en industrias tan poco garantistas como la estadounidense, pero los contratos donde el guionista se reconoce, sea cierto o no, como «asalariado de la empresa» que ha comprado su guion, y por tanto renuncia a todo derecho de autor sobre éste son relativamente frecuentes.
En la industria (por llamarla de alguna manera) del cine europea las condiciones no son tan draconianas y los escritores de cine aún conservan cierta aura de creador, como una especie de atavismo de cuando Europa era la cultura dominante en el planeta.
La solución durante mucho tiempo para resolver el encaje de los guionistas en el organigrama de poder de la producción de cine fue potenciar la figura del auteur que popularizaron los críticos reconvertidos en directores de cine de la Nouvelle Vague. Por esta lógica, el director auteur también escribía sus guiones y punto. Y si no sabía escribir, ya encontraría un leal colaborador que accediese a compartir el crédito de coguionista.
Se sabe de directores que exigen firmar el guion junto con el guionista, aunque su contribución a la escritura hayan sido unas notas verbales más o menos extensas que, no por menos útiles, no constituyen en sí mismas una reescritura. En Estados Unidos la existencia de un sindicato de guionistas fuerte complica esas exigencias del director. En Europa, donde siempre estamos intentando dar lecciones de respeto a la cultura a otras regiones, la escasa sindicalización de los escritores hace que cada cual esté a merced de su propia capacidad de negociación con productoras y directores.
Y así nos va.
¡Que salga el autor!
El cine ha cumplido más de cien años, y a estas alturas, la idea de que un guionista sea llamado ‘autor’ es improbable, por no decir chusca. Curiosamente, en la que solía ser la hermana pequeña y tonta del cine, eso es exactamente lo que ha sucedido. Solo que en vez de autores, ahora se les llama «showrunners«.
Este término procede de la televisión estadounidense, y hay una lógica empresarial para que haya surgido: los modos de producción televisivos en EE.UU. siempre han concedido una primacía a los escritores inaudita en el mundo del cine. El guionista se convertía en productor y como tal era responsable final del producto televisivo. Por qué sucedió así en la televisión y no en el cine nunca lo he entendido del todo.
Tal vez tenga que ver con que el guionista de cine entregaba el guion terminado y se descolgaba de la cadena de producción (y otros guionistas podían llegar detrás y deshacer lo que había hecho), mientras que el guionista de televisión, en el formato serial, iba entregando su trabajo a plazos y por tanto seguía siendo necesario durante todo el proceso. Esto pudo dotar a los escritores más exitosos de más poder a la hora de negociar su papel en las producciones.

«No es TV , es HBO Showrunning»
El auge y la caída de las industrias culturales provocan desplazamientos en la masa de talento que consiguen atraer. Un joven brillante que en 1900 hubiera escrito novelas, en 1920 quería escribir teatro; en 1930 y en 1940, cine. Y en 1950, televisión, aunque en su fuero interno lo vieran como un mero trampolín para, una vez más, escribir cine. Alrededor de 2000 arrancó el éxodo de talento creativo hacia las series de televisión producidas por los canales por cable, algo que ha continuado hasta nuestros días. Y cuando ese talento atraído por un medio alcanza una masa crítica, se da lo que se conoce como una Edad de Oro.
Hasta el boom de las cadenas por cable los nombres y las caras de los showrunners solo eran conocidos por los fanáticos de la televisión y en muy contados casos por el público en general. Hoy en día los creadores de las series de más éxito de crítica o público son cada vez más visibles en los medios de comunicación, como un nuevo star system de las letras que contribuye a despertar el apetito de los espectadores respecto a sus nuevas creaciones. Aaron Sorkin; Joss Whedon; David Simon; Vince Gilligan. Shonda Rhimes, por citar a la showrunner de más éxito del momento. J.J. Abrams. Por razones diferentes, todos ellos han trascendido más allá de su trabajo en la «oficina de los guionistas».
Esta visibilidad es sin duda halagadora para quienes se dedican a escribir drama y miran con envidia los logros de aquéll@s; pero uno tiene que detenerse y reflexionar sobre el hecho de que el fenómeno se construye sobre una falacia no menos sangrante que la teoría de los auteurs de Truffaut y compañía. Si colectivo es el proceso de crear una película, no menos colectivo es el de producir una serie. Convertir a esos hombres -porque casi siempre son hombres, llegados a esa cima de la pirámide- en superhéroes de la escritura, responsables de todo lo bueno que tienen nuestras series favoritas es perpetuar nociones románticas del artista genial (y a menudo problemático) que han sido a menudo tóxicas para la cultura. (1)
Y puestos a criticar, esto no es menos cierto en el mundo del teatro. Las nuevas formas teatrales desarrolladas desde los años 60 en todo el mundo ya han hecho mucho para desacralizar la figura del dramaturgo y convertirlo en lo que es, un colaborador más de una obra colectiva; importante, importantísim@ si me apretáis, pero no un dios, ni un profeta descendiendo de la montaña con palabras sagradas talladas en piedra. «Autor de teatro», para mi gusto, suena un poco a antiguo, a paternalista, y a esnob.
Por eso prefiero guionista. Aunque escriba para teatro.
Notas:
1: Un solo botón de muestra, si me lo permitís: Durante 12 meses Nic Pizzolatto parecía tener su dedo en el pulso del zeitgeist y fue celebrado como poco menos que un dios del rock, un Jimmy Page con laptop en lugar de guitarra. El entusiasmo se apagó en el tiempo que duró el primer capítulo de la segunda temporada de True Detective, ya sin el director ni el reparto de la primera.
2: Todas las imágenes proceden de Wikimedia commons o flickr y están en el dominio público. Se ha dado crédito a l@s fotógraf@s cuando estaban identificados.
3: Al tema de las guionistas ninguneadas durante décadas por las historias del cine oficiales volveré seguramente en este blog. De momento os dejo un enlace al Women Film Pioneers Project, una página web de la Universidad de Columbia que recoge información y biografías de cientos de mujeres que trabajaron en las industrias cinematográficas de todo el mundo en los inicios del cine, como actrices, directoras, guionistas, cámaras, montadoras, etc. Algunas son muy conocidas; la mayoría no. Y ya es hora de que lo sean.